SIN PELOS EN LA LENGUA
Las palabras
La soledad en que vivo me distancia de la vida y me acerca a las palabras. La sociedad en que estoy me aleja de la vida real y me ofrece una vida virtual, un teatro de la crueldad sexual ¿Es posible vivir peor? ¿He llegado al límite de la soledad? ¿Este cuerpo desierto, sin emociones, es el final? ¿Cómo has llegado hasta aquí, ridículo mirón? Lo único que me gusta es leer y mirar. Pero ¿qué puedo hacer con las palabras? Lo peor y lo mejor de todo son ellas. Demasiadas palabras, demasiadas interpretaciones, demasiados significados, demasiados sentidos para una sola palabra; pero a la vez, demasiada hermosura, demasiada emoción en una sola palabra. Siempre he sido un mirón empedernido y no quiero saber por qué ni para qué. Quiero seguir disfrutando de ser un mirón sin ninguna razón. Pero como la palabra es la que me impide disfrutar, ahora me voy a hundir en ella, mirón, la voy a mirar hasta el vértigo, mirón, hasta que quedemos aniquilados los dos, mirón, hasta saber todo de ella, de los que han hablado de ella, de cómo la usan, de por qué la usan en sus libros, de por qué pintan cuadros que se parezcan a ella, por qué la fotografían, por qué hacen películas con ella, por qué la imitan en sus programas de televisión, en sus páginas de Internet. Sí, me voy a hundir en ti, mirón, y voy a flotar agarrado a ti como un náufrago en el mar de las palabras, para que no me persigas más, para que pueda disfrutar mirando lo que yo quiera, cuando quiera, como quiera, sin que nadie me pueda ver a mí, sin que las palabras me puedan ver, perseguir, acorralar. Porque las palabras también tienen sus ojos, planean sobre la vida como los pájaros de Hitchcock, esperan cualquier debilidad para arrojarse sobre nosotros, nos están observando siempre, nos acechan constantemente y la palabra voyeur nos mira más que ninguna otra palabra.
¿Qué es el voyeurismo?
El mirón no puede dejar de mirar nunca; hasta cuando duerme sueña que mira a alguien, que lo miran. El mundo está ahí pero el mirón escoge lo que quiere mirar. Cuando el mirón decide mirar, sin que a él lo vean, el cuerpo de otra persona, ya sea el cuerpo desnudo, o desnudándose, o follando, o meando, o masturbándose, o cagando, o lo que sea que tenga que ver con el cuerpo de otra persona, en la psicología, en la psiquiatría, en el código penal, al mirón entonces se le llama voyeur y a su enfermedad, desviación, parafilia, se le llama voyeurismo. A mi no me gustan estas dos palabras, voyeur y voyeurismo, porque yo soy un mirón y si esto es una enfermedad sería la del mironismo. Pero vamos a ver más detenidamente estas palabras, vamos a viajar hasta el fondo de ellas.
Voyeurismo procede del francés voir, ver, y de voyeur, es decir, mirón; aunque de ahora en adelante usaré también, mirón y mirona. La traducción literal de voyeurismo, sería veerismo, y de voyeur/voyeuse, veedor/veedora, pero suenan fatal. Voyeurismo, mirón y mirona, son, pues las palabras de que me valdré indistintamente.
El mirón o la mirona es la persona a la que le produce placer sexual mirar a los demás, sin que lo vean a él o a ella, cuando los otros se están desnudando o cuando están desnudos ya, o cuando están fornicando. Pero también a algunos mirones les gusta ver cosas raras como los animales durante el acto sexual, la gente cuando mea o hace sus necesidades, las personas que llevan cualquier tipo de uniforme, los carniceros cuando tocan los chorizos, o los muertos desnudos; e incluso hay los que se ponen cachondos observando los accidentes de automóviles. En fin, una variedad de actividades y de cosas que no acaba nunca. A todas estas actividades de la cachondez sexual humana se le llaman parafilias, o desviaciones sexuales, y están muy relacionadas, estas actividades, con el fetichismo (estos asuntos no los exploraré aquí sino cuando tengan algo que ver con el voyeurismo).
Algunos mirones están provistos de prismáticos y se pasan la vida espiando desde sus ventanas a la gente de otros edificios. Una película de Alfred Hitchcock, La ventana indiscreta, es un buen ejemplo, )asexuado?, de este tipo de mirones urbanos (años después Brian de Palma en Cuerpo doble haría un reciclaje mucho más erótico de esta cinta de Hitchcock y de la también famosa Vértigo). Luego nos encontramos con los mirones de las playas, que siempre que pueden le echan un vistazo a las tías o a los tíos, a las muchachitas o los muchachitos, y los mirones de los servicios, y los que espían por las cerraduras de las puertas, y los que hacen agujeros en las paredes de los baños públicos, y los que vigilan a las parejas en los parques. Últimamente muchos mirones están provistos de cámaras de vídeo (en la película American Beauty aparece un mirón de este tipo), otros entran en Internet para excitarse sexualmente. Desde luego, lo que les gusta a los mirones aunténticos es que haya un poquito de riesgo en lo que hacen y, como es natural, calentarse sea como sea.
Para los que se quieran especializar en el asunto del voyeurismo les ofrecemos aquí una definición muy seria que aparece en el Diccionario general de ciencias humanas:
VOYEURISMO: Obsesión morbosa que impulsa al sujeto a buscar la satisfacción sexual en la contemplación del acto sexual, en el descubrimiento de los genitales de otro, en los espectáculos de strip-tease, en las películas o las fotos pornográficas. El placer del que tiene esta obsesión acaba a menudo en el orgasmo, pero su deseo no se apaga nunca. Otra palabra sinónima de voyeurismo es escotofilia.
El voyeurismo rural
En mi pueblo existió una vez un bar en el que por la mañana temprano ponían vídeos pornográficos. Los obreros y los campesinos pasaban por allí antes de irse al trabajo para tomar el café y la copa del amanecer. Muchos de ellos se ponían tan irremediablemente cachondos que volvían a sus casas y les echaban un polvo de urgencia a sus mujeres. Sin duda, los menos afortunados no tenían más remedio que irse a trabajar al campo o a otras ocupaciones y, sin duda también, más de uno se debía hacer una pajita fuera donde fuera. Así nació una costumbre nueva en el pueblo: por la mañana, café, copa y pornografía.
Otro caso de voyeurismo rural me lo contaron de este modo: “es un tipo que se masturba escondido detrás de un árbol, para no ser visto, mientras un toro se folla una vaca. La mujer del vaquero lo llama desde el caserío porque es la hora de la cena y el vaquero mirón, al que le gusta ver las vacas siendo folladas, se tira a su mujer, pensando en ellas, las vacas. El asunto es que las historias de pastores relacionadas con la paja (masturbación y también alimento para los animales) es un tema que va más allá de los tratados de ganadería y, como es sabido, lo han tocado en sus obras poetas tan célebres como Virgilio y Garcilaso de la Vega; no puedo aquí hablar más detenidamente del voyeurismo en la poesía pastoril porque alargaría mucho este libro pero, como dijo alguien alguna vez, “los pastores se las traen”.
Extraño es este texto de Antonio Pérez sobre el voyeurismo rural en la provincia de Cuenca (que descubrimos gracias a Isabel Pérez) y que se encuentra en una carpeta de serigrafías publicada en 1979:
No es tomillero el que va a por tomillo, sino el que yendo por lugares donde abunda tal planta, camina de ojeo tras las parejas. Es un furtivo de la mirada.
Suele ser dedicación de clases pasivas y se da entre los camareros que aprovechan el día de asueto para estirar las piernas o entre aquellos que necesitan cambiar con frecuencia el aire de los pulmones; entre los filatélicos es corriente y a éstos habrá que añadir los parados de turno que así distraen las horas y alegran el ojo. Los barojianos con taedium vitae tampoco faltan. Suelen ser gentes de vocaciones tardías.
Y no hablan demasiado del asunto, no sea que te apliquen la ley de vagos y maleantes. Como se trata de una doble profesión, rara vez confesada, sus componentes la llevan con mucha dignidad y disimulo. Salen de la ciudad a dar un paseo, a matar el tiempo, y desaparecen por paisaje, vistos y no vistos, como si se los tragara la tierra. Llegan a formar un cuerpo con el terreno: entre los chopos, se hacen chopo. Si van entre matorrales, se confunden con los hendirnos, jaras, majuelos, moreras. Y pegados a las rocas son la continuación de éstas. Hasta se adelgazan para no levantar sospechas cuando escogen los postes de la luz como escondite. Quietos, aguardan impertérritos hasta que se les echa la hora encima. Pues es gente ordenada y puntual. Salen del paisaje y vuelven a la ciudad.
La palabra tomillero no aparece por ningún sitio. Tan púdicos son nuestros diccionarios que la registran. No sale en el de la Real Academia, no se le ve en el ideológico de don Julio Casares, ni tampoco por el de doña María Moliner. Pero los tomilleros siguen su camino silenciosamente. Seguro que no alzan la voz para no despertar sospechas y evitar la competencia.
El académico don Camilo José Cela, tan andarín y viajero, no da señales de ellos en sus diccionarios secretos y, lo que ya es sospechoso que no asomen por el diccionario del conquese José Luis Coll. Todo ello indica que no quieren levantar la libre y dejarlo en coto cerrado para iniciados…
Pero este oficio corre peligro de no aparecer ya en las páginas amarillas de los anuarios o en los futuros apéndices del Espasa. Que sepamos, sólo aparece en la guía secreta de Cuenca, de Raúl Torres. Es algo que va de capa caída: los novios ya no necesitan la complicidad del campo.
Uno de los último tomilleros, nublados los ojos de nubes de tanto mirar, me contaba esta historia que bien pudiera ser un homenaje al gran voyeur George Bataille: “Y al llegar a la cueva de la Zarza, oigo un ruido, me acerco con mucho cuidado para no espantarlos, y allí estaban en todas sus agonías”.
Nietzsche, el filósofo alemán, en Así habló Zaratrusta, nos cuenta que en una ocasión el un vaquero se llevó a un pastor joven al campo y, “En el monte de los olivos”, le enseñó a usar las manos (a tirar piedras, a meterse los dedos en la boca para silbarle al ganado, etc…). Zaratrusta narra cómo el joven pastor se dijo a sí mismo lo siguiente: “¿Acaso de él he aprendido yo el prolongado y luminoso callar? ¿O lo ha aprendido él de mí? ¿O acaso cada uno de nosotros lo ha inventado por sí solo?”. Y esta fue su propia respuesta: “Para que nadie hunda su mirada en mi fondo y en mi voluntad última, — para ello me he inventado el prolongado y luminoso callar”. Todo esto, aunque ustedes no lo crean, tiene que ver con Dios, con la mirada erótica, es decir, cachonda, porque el voyeur aprecia más que nadie al silencio y a Dios, “El Gran Mirón”, aunque éste no sea nada erótico.
¿Qué tiene que ver dios con todo esto?
Gran parte de la historia de la humanidad está relacionada con Dios y con el sexo. Dios, al menos el dios que nos han enseñado, y quienes de este enigmático Ente se apropian para sus conveniencias (pienso en las dictaduras políticas o religiosas, las fundamentalistas) se han empeñado desde siempre en imponer prohibiciones, mano dura, contra las prácticas sexuales que no sean las de follar para hacer hijos. El ser humano, también desde siempre, se ha dedicado en transgredir esas prohibiciones; es decir, saltarse a la torera todas las leyes. La lucha por el control de la mirada, de lo que se debe o no se debe ver, es igualmente una constante en la mayoría de las manifestaciones del poder divino y terrenal; en cualquier buena familia los padres representan este poder. La dualidad prohibición-transgresión no se resolverá nunca porque es de por sí la esencia de la vida. Dentro de esta constante cabe situar el poder ver sin ser visto, mirar sin ser mirado, y lo contrario, exhibirse para que nos vean. Cuando estos dos impulsos, presentes en todo ser humano, se encauzan hacia lo sexual se les clasifican como voyeurismo (o mironismo) al primero y exhibicionismo al segundo. Ambos impulsos están relacionados con un deseo de convertir el sexo y la desnudez en un espectáculo para la mirada.
Si Dios lo ve todo también nos ve fornicando. Esta inquietante verdad de casi todas las religiones excita al exhibicionista y preocupa al mirón porque este último piensa que por encima de él no hay nadie que lo pueda ver. Antes de continuar tengo que decir que por exhibicionismo se entiende el deseo de que lo vean a uno en pelotas. El exhibicionista a veces muestra sus partes cuando tiene una erección, no siempre, y algunas veces también eyacula en público. El exhibicionista se nos puede aparecer repentinamente en el hueco de unas escaleras, en la calle, en el metro, en un parque, en su coche, etc… Lo importante para el exhibicionista es desnudarse donde uno no se debe desnudar. Al contrario de los mirones, que son un poco inseguros, el exhibicionista suele estar muy orgulloso de sus partes, quiere que le miren los genitales. En la película de Pedro Almodóvar Qué he hecho yo para merecer esto hay una escena de un exhibicionista al que le gusta que lo miren cuando se está follando a una puta; esta y otras películas de Almodóvar las comentaremos más adelante.
En todo caso, en la Península Ibérica y, en tiempos remotos anteriores a la colonización romana, debieron existir ceremonias donde enseñar el pene y masturbarse en público eran parte de los rituales religiosos. José María Blázquez, en su Diccionario de las religiones prerromanas de Hispania, en la entrada sobre los santuarios, informa sobre los exvotos pertenecientes al período arcaico (“en algún exvoto el varón se sujeta el sexo, y en un bronce del Museo Arqueológico de Sevilla se masturba”) y dice: “Con ritos de fecundidad se relacionan probablemente los bronces ibéricos con el sexo masculino o femenino bien marcados, o los de los varones que se tocan el miembro, que es el caso de los bronces que representan orantes desnudos del período arcaico, procedentes de Sabiote (Jaén); también con ritos de fecundidad hay que relacionar al guerrero desnudo con lanza y con un gigantesco falo de Despeñaperros…”. Hay que pensar que quizás los exhibicionistas españoles están genéticamente relacionados con estos hermosos rituales prerromanos y precristianos (los cristianos vinieron a trastornarlo todo, según algún famoso filósofo alemán), y que lo que ahora consideramos una desviación fue en un momento de nuestra historia una fiesta sagrada.
Pero volviendo a Dios, a los dioses, y de cómo ven las actividades más privadas de los terrícolas, voy a resumir lo que queremos decir con que ”Dios lo ve todo” usando unas líneas de un precioso libro de Marcel Schwob, Vidas imaginarias, en el cual, al hablar de las pretensiones de un pintor, Paolo Uccello, de reflejar todo desde una perspectiva que abarque la realidad completa, dice lo siguiente: “Quiso concebir el universo creado tal como se refleja en el ojo de Dios, que ve surgir todas las figuras de un centro complejo”. La mirada erótica del mirón es nuestro “centro complejo”.
Ver la vida como es
Tanto el voyeurismo como el exhibicionismo son considerados como una agresión directa a lo íntimo y lo privado, a lo que se supone que sea lo decente. No obstante, para las sociedades más arcaicas, y también para las más desarrolladas, la desnudez en público (y el acto sexual realizado en la ocultación, inmediatamente después del ritual matrimonial) pueden hacer parte de las costumbres y los rituales sociales. Para los más primitivos, porque no se han planteado el problema de una moral relacionada con la desnudez y el sexo; entre las sociedades más avanzadas, por que han convertido el sexo y la desnudez en un espectáculo rentable o en una institución. Así, sex shops, bares de strip-tease, los clubes de sadomasoquismo, la pornografía y los centros de orgías, los puticlubes son palacios legales para los mirones y las mironas. No obstante, el verdadero mirón o la mirona y el o la exhibicionista prefieren la calle y los espacios públicos porque lo que los excita no es solamente el acto de ver y exponer los órganos sexuales sino el transgredir las prohibiciones, el ir contra las reglas sociales aceptadas. Consciente o inconscientemente, la sensación de miedo es un ingrediente fundamental del voyeurismo y del exhibicionismo: miedo a ser descubierto en el caso del mirón o la mirona, y miedo a ser atrapado en el caso de los exhibicionistas.
En las corridas de toros, asunto que también veremos más adelante, tal y como aparece en un film de Almodóvar, el peligro, el miedo y el erotismo se mezclan en esa circularidad de la plaza, tan cercana al ojo, donde miles de mirones y mironas disfrutan de lo lindo. Dos leyendas antiguas relacionadas con el toro en España poseen características voyeuristas de interés: la de la joven que cambia de sexo al ponerse en contacto con un toro y la del obispo Ataulfo, quien, “acusado de sodomía, se le condenó a ser arrojado a un toro embravecido, pero el animal se cambió de bravo en manso, se acercó al obispo y depositó en sus manos los cuernos [símbolo de virilidad]” (según aparece en el diccionario del antes mencionado José María Blázquez).
Por otro lado, los programas de televisión realistas, los reality shows, ya han empezado a convertir la intimidad y los sentimientos personales en un espectáculo público; pronto veremos por la televisión un polvo echado en tiempo real, es decir, a dos personas o a varias, que no son actores, recreándose sexualmente y de verdad, no como parte de un vídeo o de una película pornográfica. De este modo la sociedad de los mirones y de los exhibicionistas dejará de ser anónima y podrá tranquilamente disfrutar de sus placeres, sea donde sea, sin que ninguna ley pueda prohibirles lo que tranquilamente se puede ver en un programa de televisión. Pero sin esa prohibición, ya dejarían de ser mirones.
El voyeurismo y el exhibicionismo son dos actitudes que se pueden asociar con la filosofía de los cínicos, quienes todo lo hacían en público incluyendo, claro está, masturbarse y hacer el amor. El capitalismo salvaje actual está convirtiendo esta filosofía de los cínicos en una mercancía que puede ser consumida diariamente por televisión o en Internet y, por lo tanto, ya no tendremos la necesidad de espiar a nuestros vecinos, ni tendremos que pedirle al portero o a la portera de nuestro edificio que nos cuente los chismes de la comunidad. La pantalla del televisor, ahora aliada con la del ordenador, se está convirtiendo en ese “centro complejo” u ojo social, del cual hablamos antes, y al que van a parar todas las imágenes, por crudas e íntimas que sean, del deseo de las masas.
¿Qué es la vida?
Otro asunto importante que hay que tener presente es el de la idea de que la dualidad voyeurismo/exhibicionismo está relacionada con el espectáculo. Ya en los circos romanos la visión cruel de los cuerpos desgarrados y desnudados por las fieras excitaba a los espectadores. Después la tendencia ha sido la de convertir la existencia en un espectáculo, la intimidad y el amor en una obra dramática o cómica: en el teatro greco-romano, el clásico, el moderno y el posmoderno (donde ya la desnudez abunda), los performances, las bacanales y los carnavales, la pintura y la escultura, las instalaciones, el arte del cuerpo, las ilustraciones, la fotografía, el cine, la televisión, el vídeo y las pantallas de los ordenadores (como ventanas, Windows, por las que miramos la vida). Se han creado, pues, dos espacios: el de los actores (que frecuentemente está iluminado) y el de los espectadores (oscuro y anónimo casi siempre).
Obviamente el voyeurismo parece haber regido más de una actividad cultural en la sociedad. Las últimas tendencias a la interacción entre estos dos espacios, ya probada en el teatro, en los clubes de sadomasoquismo y en el espacio cibernético, son de nuevo una manifestación de la tentación transgresora de los seres humanos, ahora convertida y legitimada por el éxito de los reality shows y el Internet a un nivel popular, y por los performances y las instalaciones a un nivel artístico.
No obstante, estos programas de la llamada “televisión basura” tienen su interés porque en verdad apuntan a un ideal, quizás sin saberlo; son parte de la pregunta fundamental de toda la civilización: ¿qué es la vida? Y es que son tres esas preguntas esenciales de todas las culturas: ¿cuál es el origen de la vida?, ¿hay algo más allá de la vida? y ¿qué es la vida? Estas memorias hacen parte de esa última pregunta, de esa última pregunta que es la que, aunque a veces sea a través de los medios más masivos y vulgares, se está haciendo toda la sociedad mediática occidental.